La inauguración de los Juegos Olímpicos de Francia ha dado mucho que hablar. A unos les encantó, a otros les pareció patética. Personalmente pienso que logró su objetivo de convertirse en un extraordinario reclamo turístico para París. Otra cosa es que a nivel deportivo alcanzase las mínimas cotas esperadas. Hubo momentos interesantes y otros chabacanos, brillantes y también irreverentes. Lo que no esperaba era ver la imagen de un toro en la gala, símbolo del orgullo que muestran los galos por sus símbolos, y los toros son uno de ellos, sin complejos.
Un toro salvó la Feria de Julio de Valencia, un ciclo nefasto en el que la bravura fue un espejismo que sólo se disipó en el último festejo cuando saltó a la arena “Escondido” de la ganadería de Santiago Domecq, un astado con fijeza, prontitud, tranco, recorrido, entrega y repetición. “Escondido” maquilló el desierto de casta que había supuesto el serial valenciano.
Y un toro salvó la inauguración de los Juegos Olímpicos de Francia, una ceremonia con una puesta en escena radicalmente diferente a lo que ha venido celebrándose hasta el momento. Nada de realizarla en un estadio, sino atravesando París a lo largo de seis kilómetros por el río Sena. Así, las delegaciones nacionales desfilaron en embarcaciones de distintos tamaños. La hubo grandes, medianas, lanchas… algunas prácticamente ni se vieron. Todas con el común denominador de que apenas se mostró a los deportistas y cuyos abanderados pasaron desapercibidos.
Durante el trayecto, un personaje enmascarado se paseó por los tejados y catacumbas de la ciudad de la luz sin que nadie acertara a saber quién era ni que significaba. Y entretanto, se sucedieron diferentes actuaciones, unas sorprendentes y otras ordinarias, unas de categoría y otras mediocres. No tuvo sentido la que parodiaba de forma innecesaria la última cena de Jesucristo, en la que un grupo de drag-queens representaba escenas por las que los cristianos se sintieron ofendidos, un patético espectáculo alejado de la realidad “inclusiva”. Por contra, no hubo ninguna bufonada dirigida a otras religiones como la islámica. El COI ha tenido que censurar y retirar la versión íntegra del vídeo en varios países, y la organización ha pedido perdón. Quizá demasiado tarde.
Hacia el final de la retransmisión apareció la antorcha olímpica sobre un caballo de hierro que parecía flotar sobre las aguas. Estuvo bien al principio, pero se hizo interminable, eterno. Cuando por fin alcanzó su destino fue cambiado por un penco de vedad, pero de feas hechuras y de triste semblante. Por fortuna, llegó Zidane a recoger el fuego y se lo cedió a Rafa Nadal, rey de la tierra del Roland Garrós parisino. Ese fue uno de los instantes estelares que continuó con la entrada en escena de Serena Williams, Nadia Comaneci y Carl Lewis, otras tres leyendas del deporte.
A partir de entonces decayó la intensidad con la aparición de un sinfín de relevistas franceses apenas conocidos a nivel internacional, muchos de los cuales resultaban extraños para los comentaristas. Los últimos hicieron creer que encendían el pebetero, pero días más tarde trascendió que el fuego no era tal, sino una ilusión óptica realizada con focos LED y agua nebulizada de alta presión. Todo después de que se izase la bandera olímpica al revés.
Pero en el momento de los parlamentos, en las tribunas principales, ante representantes de todo el mundo y retransmitido por las televisiones de los cinco continentes, apareció junto a los aros olímpicos un fastuoso toro albahío, dorado como el oro de las medallas olímpicas, con los pitones por delante, como los atletas quieren entrar en meta. Se trataba de una escultura de Paul Jouve, la cabeza de un astado mirando hacia la Torre Eiffel muy cerca de donde hubo una plaza de toros en 1878.
Hay que admitir el esfuerzo de la organización y la calidad técnica de la retransmisión. El resultado fue un publireportaje turístico de París maravilloso, inmejorable, impagable. Se vio la ciudad eterna y el orgullo que Francia siente por lo suyo, también por los toros. Todo un ejemplo de ausencia de complejos.
En la España actual eso sería impensable. Quizá podríamos organizar una ceremonia de inauguración más chula, seguro, pero no habría ni rastro de toros. Personalmente, en conjunto no me gustó el acto que prepararon los galos, aunque, eso sí, hay que reconocer que un fastuoso toro albahío con los pitones por delante les salvó la gala, al menos en opinión de los taurinos.