Cuatro hechos han llamado la atención por encima de otros en los últimos festejos venteños: la depreciación del valor de la lidia, el aumento de la tasación del toreo épico, cuanto más dramático mejor, la recuperación de la figura del torero chulo rescatada por Cayetano, y el olvido de Jiménez Fortes para “coger” una sustitución.
Los últimos festejos celebrados en el madrileño ciclo de San Isidro han dejado varias escenas merecedoras de análisis. Algunas, sin duda, marcan los nuevos gustos de la afición, directrices hacia las que irá orientándose lenta pero firmemente la tauromaquia. Me refiero a la postergación de la lidia y a la cotización al alza de la épica. Son factores que deberían ir de la mano pero que, visto lo visto sobre el albero venteño, parecen disociados por el público.
Lidiar un toro peligroso que no permite que se le toree “a la moderna” es cuestión de ciencia y de mucho valor. Muletear sobre las piernas a un animal con ansia de buscar presa y no tela es sinónimo de poderío bizarro y gallardo que siempre fue valorado entre los aficionados más entendidos. Recuerdo de forma imborrable el cuerpo a cuerpo de Esplá y una alimaña de Victorino después de que el astado le pegase una voltereta al alicantino que, enrabietado, sacó todo su pundonor y raza para acabar pudiéndole en dos tandas agitadas y revueltas pero de una vibración y una emoción insuperables. Dos tandas que le valieron, no sólo el respeto y la admiración de los tendidos, sino ser considerado uno de los máximos triunfadores de aquella feria isidril en la que ocurrió.
Este año y sobre el mismo albero, Enrique Ponce lidió con maestría un ejemplar cabreado de Garcigrande. Un arrimón de incuestionable mérito. Una muestra de autoridad al alcance de muy pocos. Una evidencia de su carácter, de su inconformismo, de su afán de autosuperación. Actitud de chaval nuevo y hambriento que quiere ser figura a toda costa, y todo a pesar de que este chaval lleva 28 años en la cima y ya lo ha conseguido todo. Se la jugó el valenciano. Lo hizo perfecto, pero pocos le echaron la cuenta que aquel órdago merecía. Será que ya no queda nadie de quienes en su día valoraron a Esplá.
Por el contrario suma enteros la tasación de otro tipo de épica. El drama incrementa su apreciación. La faena que le valió las dos orejas a Castella la misma tarde de la lidia de Ponce lo corrobora. Que los dos apéndices fuesen un premio merecido no quita para entender que sufrir una cogida espeluznante y volver a la cara del toro –como fue el caso– obtiene una valoración extra. No se le puede restar crédito a tal circunstancia, todo lo contrario, el valor siempre tuvo y debe tener la máxima consideración. Sin embargo el actual auge del importe que está adquiriendo la heroicidad hace pensar que una inconsciente actitud suicida puede menoscabar el auténtico mérito que significa torear bien, templando, mandando y ligando.
Otro suceso digno de mención fue la chulería de Cayetano al ir a recibir de manos del alguacilillo la oreja que le había sido concedida. Escuchando la patente división de opiniones en los tendidos, el matador esperó paciente a que acallaran los pitos para recoger el apéndice. La actitud podría parecer provocadora, pero quien se juega la vida sin trampa ni cartón se lo puede permitir después de haber protagonizado una faena de premio y, además, si luego es capaz de marcharse a recibir a su siguiente antagonista a portagayola. Olé los toreros machos. Viva la diversidad. Fuera la monotonía. Adiós a lo políticamente correcto cuando uno está tan de verdad como lo estuvo Cayetano. El toreo nunca puede resultar un encefalograma plano de besos y abrazos en los patios de cuadrillas, de no entrar al quite para no molestar al compañero, de labores y composturas tan inmaculadas como asépticas que pronto perecen en el olvido. Cayetano en Madrid nos devolvió la esencia del torero macho ante la cara del toro y fuera de ella.
Y por último, otro hecho que merece una reflexión autocrítica es precisamente uno que no se ha producido: la contratación de Jiménez Fortes en una sustitución. El torero malagueño se jugó literalmente la vida en la cuarta del abono. En su quehacer hubo épica y lírica, drama y toreo, valor y pundonor. Emoción a raudales. Olvidarse de él es una injusticia mayúscula, una inmoralidad con el torero y una deslealtad a la tauromaquia. Posiblemente se le tendrá en cuenta en un futuro. Pero si había alguien legitimado para coger una sustitución dentro de San Isidro ese era Jiménez Fortes. Si se pretende que el toreo continúe siendo esa actividad en la que los contratos se ganan en los ruedos, no pueden suceder menosprecios de este tipo. La Fiesta seguirá evolucionando según marquen los nuevos gustos, pero nunca debe favorecer los desencantos.