Cuando este año eche a caminar una nueva edición de la feria de Albacete, la más destacada e importante de cuantas se dan en plazas de segunda y, desde luego, la más prestigiosa y notable de las que se celebran en septiembre, ya no todo seguirá siendo igual. Algo será diferente. Falta Pimpi.
Paco Delgado
Una ausencia que no pasará desapercibida. El hueco que deja es imposible que resulte inadvertido. Y no sólo por los muchos años que llevaba sentando cátedra en el coso del Paseo de la Feria, sino por su humanidad, su carácter, su personalidad, su saber y su inagotable fuente de anécdotas y sucedidos…
Juan Cantos Garrido “Pimpi de Albacete” no pudo ya resistir por más tiempo los embates y embestidas de sus varios males y dolencias y nos dejó hace unos días, poco antes de cumplir los 80 años de edad. Nacido en Albacete, tierra de toreros, naturalmente quiso serlo y a ello se afanó en sus primeros años de juventud. Se crió a la vera del que fuera matador Juan Montero -quien formando pareja con Pedrés desató la locura por los toros en la ciudad de La Mancha- y conoció el mundo de los toros más de cerca trabajando como botones en el Gran Hotel de Albacete, donde se alojaban los toreros en la feria.
Tras intentar ser matador, en la casa de Tomás Sánchez Cajo empezó a tentar con Montero, que tenía un hermano picador, Minuto; más tarde lo hizo en la ganadería de Daniel Ruiz, en casa de los Frías… hasta que un día el maestro Juan Montero le dijo que ahí estaba su sitio, picando, y con él comenzó su carrera bajo el castoreño y ciñendo la calzona. Se puso luego a las órdenes de Juan Martínez, en cuya cuadrilla fue durante las temporadas de 1974 y 1975, actuando posteriormente con diestros como Antonio Rojas, Rafael de la Viña, Manuel Caballero o Luis Francisco Esplá.
Pero con quien hizo camino, con quien más se identificó y con quien se consagró como figura de los de aúpa fue con Dámaso González, con el que picó durante más de 20 años. De él decía que fue el espejo de toda su vida, su referente y su maestro, y tras su muerte, todos los años, en la primera corrida de la feria, al acabar el paseíllo depositaba un ramo de flores en el platillo de un ruedo que tantas veces viese triunfar al gran Damaso, sin tilde, como le llamaban sus paisanos.
Tras bajarse del caballo vestido de luces y retirarse del toreo en activo, formó una cuadra de caballos de picar que ha llegado a ser una de las más destacadas del panorama nacional y con la que debutó hace más de 30 años en otro de los festejos clave de Albacete, el festival del Cotolengo. Una cuadra que se hizo grande alrededor de un caballo mítico, Rambo, todo un referente en su vida, y con quien aparece en el azulejo que el Ayuntamiento colocó en la plaza de toros de Albacete hace unos años para inmortalizar a este gran picador y su caballo estrella, al que adquirió con dos años en Puigcerdá y del que se quedó prendado en cuanto lo vio. Antes y después hubo otros caballos que engrandecieron y enaltecieron su empresa, Atila, Chiquetete, Extremeño, Tribuno -llamado así en honor al periódico local, que tanto le quiso-, pero ninguno otro le dio tantas alegrías y satisfacciones como Rambo.
Una vez retirado también de la dirección de su cuadra, que dejó en manos de su nieto Samuel, siguió acudiendo a diario a la plaza, dando conversación a todos, consejos a quien los pedía y conocimientos a cuantos con él trataban.
En los días de corrida se instalaba en un burladero del callejón desde el que no perdía ripio de lo que pasaba en el ruedo, sobre todo durante el tercio de varas, dando recomendaciones al piquero de turno e instrucciones a monosabios y subalternos que se hallaban en su radio de acción:
– Deja que se venga un poco…
– Suelta brida, suelta brida…
– Déjale la mano, que rompa el caballo…
– Dale espuela, dale espuela…
– Llévale, llévale, que sepa quien manda…
– Al tercio, un poco más adelante…
Impagable. Ahora ya nada será igual y el paisaje de Albacete queda un poco más difuminado.