Los festivales taurinos son fiestas benéficas que incitan a la alegría y, en ocasiones, a la frivolidad. Pero también son recordatorios de que este arte no admite liviandades. El toro siempre es un toro y no hay enemigo pequeño. Cada vez que un astado pisa la arena el peligro se convierte en compañero inseparable.
Carlos Bueno
Un festival taurino es, por definición, un festejo en el que los toreros se visten de corto de manera altruista para colaborar con alguna causa benéfica. En este tipo de eventos, los animales salen reglamentariamente afeitados y el ambiente en los tendidos se impregna de un clima festivo y entrañable. Sin embargo, no conviene olvidar que no existe enemigo pequeño y que cada vez que un astado pisa la arena, el peligro se convierte en compañero inseparable. La historia lo recuerda con crudeza: Antonio Bienvenida, una de las figuras más grandes de la tauromaquia, perdió la vida tras la cogida de una simple becerra en el campo.
El pasado 28 de septiembre, el joven Samuel Navalón fue protagonista de una cogida que devuelve a la realidad esa máxima incuestionable. El torero de Ayora participaba en el festival benéfico celebrado en Algemesí a favor de los damnificados por la DANA. Durante su actuación intentó clavar un par de banderillas al quiebro, pero la suerte no se resolvió con fortuna. El novillo le volteó y, una vez en el suelo, le prendió por el cuello. El resultado fue una cornada de extrema gravedad: sección del músculo esternocleidomastoideo y fractura de la apófisis de una vértebra cervical. Por fortuna se quedó a medio centímetro de la carótida, cuya rotura hubiera resultado fatal.
La rápida intervención en la enfermería de Algemesí permitió estabilizarlo antes de ser trasladado al Hospital de La Ribera, en Alzira, donde permaneció intubado cuatro días y otros dos en la UCI. Una vez más, la preparación médica de las plazas y la cadena sanitaria taurina demostraron ser decisivas para salvar una vida.
Conviene recordar que nunca se podrá agradecer lo suficiente la generosidad de los toreros que se juegan la vida en un festival sin recibir otra recompensa que la satisfacción íntima de ayudar. No cobran honorarios, no buscan escalar puestos en el escalafón, simplemente se entregan por solidaridad. Y lo hacen, además, asumiendo un riesgo demasiadas veces invisible.
El percance de Navalón nos recuerda que en el toreo la verdad siempre está presente. No existen tardes menores, ni gestos intrascendentes. Cada muletazo, cada quite y cada par de banderillas se juegan en el filo de la vida. Cada lance, por festivo o ligero que parezca, exige respeto, entrega y máxima seriedad. Porque la grandeza de esta profesión se mide, precisamente, en la disposición a darlo todo incluso cuando no hay nada material que ganar.
Los festivales taurinos son, en apariencia, fiestas benéficas. Pero en el fondo son también recordatorios de que este arte no admite frivolidades. El toro, aun en un festival, sigue siendo toro. Y el torero, consciente de ello, acude a darlo todo como si de una tarde importante se tratara. Ese compromiso desinteresado es una de las páginas más nobles que aún se escriben en la tauromaquia. Fuerza Navalón, y gracias.