En el toreo hay dos máximas que lo perpetúan: la impredecibilidad y la emoción. Con Curro Romero se cumplían las dos premisas. Sin duda era un artista sublime, extraordinario, excepcional, único, irrepetible, eterno… Su “religión” trascendía los ruedos para convertirse en un modo de entender la vida.
Soy currista por la gracia de Dios y para gozo mío. Eso te viene dado. No se escoge. Ni se puede aprender a serlo ni se puede dejar de serlo. De igual modo que el duende eligió a Curro para instalarse en él, el duende me sedujo a mí para convertirme en su adepto firme y perenne. No creo que haya un motivo consistente e irrefutable. Es cuestión de sentimiento. Algo etéreo, subjetivo, interior; pero sólido e inquebrantable.
Echo la vista atrás y no recuerdo cuándo quedé atrapado por la magia de Curro Romero. Quizá viendo una corrida televisada siendo yo pequeño. Aquel hombretón vestido de gladiador invencible pero frágil como cristal de bohemia captó mi atención. Lo suyo no era una lidia al uso, segura y maciza. Aquello eran pinceladas sorprendentes, pellizcos asombrosos que aceleraban mi corazón de forma descontrolada. Y comprobar la catarsis que su toreo provocaba en la plaza, ver entrar en éxtasis a 12.000 espectadores al unísono, era algo impresionante para un niño como yo. No lo entendía, pero me abducía.
Debió ser entonces cuando me bauticé en la religión currista. Pregunté sobre aquel dios de Camas, pero nadie me dio una explicación convincente de su magnitud. Me llevaron a verle torear en Valencia, y la atracción se acrecentó. Me impactaban sus formas, sus detalles, el crujido que conseguía suscitar en el graderío un solo pase suyo. También la furia desmesurada con la que los aficionados le atacaban si la tarde no había sido buena. Leí y leí. Y entendí que aquellos enfados se producían por lo que el público sabía que dejaba de ver, no por el resultado de su actuación. Supe que el currismo trascendía el ruedo, que era una forma de entender la vida, con más serenidad, con más elegancia, con más gusto, con más arte, más “despasito”.
En 1997 se hizo realidad uno de mis primeros sueños taurinos, ver al Faraón de Camas en La Maestranza de Sevilla un Domingo de Resurrección. Aquello fue para mí como entrar en El Vaticano para encontrarme con el Papa. Acceder al coso del Baratillo en fecha tan emblemática era pisar tierra santa. Ver el paseíllo resultó tremendamente excitante. El fervor de la gente, el runrún, el posterior silencio sepulcral, la explosión que causó en los tendidos su primera verónica encajado de riñones, meciendo su diminuto capotillo con superlativa suavidad, con la pierna adelantada, ganando terreno… Lo rememoro y todavía hoy se me eriza la piel. No hubo éxito estadístico, pero en mi mente permanecen imborrables pasajes de una actuación que acabó por determinar mi pertenencia a la creencia currista.
El toreo es inmediato, efímero y a la vista de todos. Nada que ver con otras artes. Un pintor, un escultor o un compositor pueden ponerse a producir y romper su obra si el resultado no es el apetecido. Al final conocemos la producción de Goya, de Benlliure o de Beethoven que ellos quisieron mostrar, pero a buen seguro se deshicieron de los trabajos que no satisfacían sus expectativas. El torero no puede hacer eso. Su creación está a la vista de todos en vivo y en directo, ha de estar inspirado el día “D” a la hora “H” en el lugar “L”; y que el fruto sea siempre el pretendido es algo indiscutiblemente imposible.
Aún así, hay matadores capaces de tener una regularidad en el éxito abrumadora, y eso tiene un enorme mérito. Pero, ¿quién es más virtuoso, el sistemático o el excepcional? Todo cabe y todo vale, afortunadamente. En el toreo hay dos máximas que lo perpetúan: la impredecibilidad y la emoción, y con Curro se cumplían las dos premisas. Si hubiese podido hacer como los pintores, escultores o músicos y mostrar sólo sus faenas más sobresalientes, nadie dudaría de estar ante un artista sublime, extraordinario, irrepetible, eterno. Yo, con sus luces y sus sombras, creo fielmente que lo es, quizá porque primo la calidad sobre la cantidad.
En cierta ocasión Rafael ‘el Gallo’ le dijo a Belmonte: “Juan, me dicen que ese chaval de Camas tiene cosas tuyas y mías”. El Pasmo le contestó sin inmutarse: “Qué va. No tiene nada tuyo ni mío. Todo lo que trae es suyo”. Curro Romero, sencillamente único. Hace unos días cumplió 90 años y su esencia continúa impregnando mi vida; porque soy currista, gracias a Dios y para goce mío.