Es importante ser justos en la concesión de premios, máxime cuando se trata de novilleros, jóvenes ilusionados en una carrera tan apasionante como dura. Anteponer un nombre sonoro a otro de menor fama aún cuando éste haya realizado méritos sobrados para ser declarado triunfador, además de ser injusto, resta categoría, rigor e imparcialidad a los propios premios. Porque un galardón debería dignificar antes a quien lo concede que a quien lo recibe.

En el toreo, los premios taurinos son, a menudo, un motivo de conversación, discusión y hasta de polémica. Sin embargo, conviene recordar una premisa fundamental, que los premios no son definitivos ni definen a nadie. Ningún torero será jamás considerado mejor que otro por acumular más galardones; porque el arte del toreo no se mide en cantidades ni en fríos datos estadísticos, sino en la intensidad de una faena, en la emoción que despierta y en la huella que deja en la memoria de quienes la contemplan. El toreo es un arte subjetivo y pasional; su grandeza se escapa de cualquier baremo numérico.
Pero que los premios no definan carreras no significa que su concesión carezca de importancia. Ser injusto dejando sin reconocimiento a quien lo merece, especialmente cuando se trata de novilleros, es una irresponsabilidad que puede tener consecuencias profundas. Con los más jóvenes, con quienes apenas comienzan a levantar su porvenir en un camino tan duro como apasionante, una decisión arbitraria puede alterar ilusiones, mermar la moral e incluso condicionar su futuro profesional. Porque muchos de ellos se juegan literalmente la vida y la carrera en cada tarde, y cuando sus méritos se ven refrendados sobre la arena, lo mínimo exigible es que quienes juzgan tengan la honestidad de reconocerlo.
Sin embargo, no siempre es así. En demasiados certámenes y ferias, los jurados parecen optar por premiar nombres ilustres antes que faenas verdaderamente destacadas. Se diría que algunos creen que conceder un trofeo a una figura otorga mayor prestigio al propio premio, o quizá piensan que la foto con un torero famoso les dará más empaque. Y en esa vanidad, en esa búsqueda de brillo ajeno, terminan relegando al olvido a otros que, aun siendo menos conocidos, han realizado méritos sobrados para ser declarados triunfadores.
Esa actitud, además de injusta, resta categoría, rigor e imparcialidad a los propios premios. Porque un galardón debería dignificar antes a quien lo concede que a quien lo recibe, y cuando el fallo demuestra favoritismos, intereses o simple desatención, lo que se desnuda es la falta de afición y de criterio de quienes deciden.
Es importante subrayar que esta no es una crítica dirigida a los premiados. Ellos no tienen culpa alguna; se limitan a recoger un reconocimiento que les otorgan. La responsabilidad recae en los miembros de esos jurados que, con decisiones parciales o complacientes, demuestran ser malos aficionados y convierten un acto de justicia en un ejercicio de superficialidad.
La tauromaquia, que es verdad, emoción y entrega, merece jurados a su altura: imparciales, exigentes y valientes. Solo así los premios conservarán su sentido, y solo así podrán seguir representando, aunque sea de forma simbólica, la grandeza de una tarde de toreo bueno.







