Hace ya medio siglo, y parece que fue ayer, que la muerte de quien había dirigido no sólo la política sino el rumbo de España desde hacía casi otro tanto, marcó un punto de inflexión decisivo y determinante en la historia de nuestro país. La desaparición de Francisco Franco dio paso a un cambio de modelo que afectó a todos los ordenes de nuestra vida.
Paco Delgado
Y con lo que se ha dado en conocer como “la transición”, que acabó transmutando una dictadura en democracia, llegaron unos años en los que se vivió un período de libertad en todos los ámbitos como puede que nunca se haya conocido por estos lares.
El color gris dejó de ser imperante y un amplísimo arco iris se abrió de repente, deslumbrando a más de uno, acostumbrado tanto tiempo a un tono uniforme y plano, sin apenas matices y sin demasiada cancha para el libre albedrío.
Fueron meses de una esperanzada incertidumbre en la que se iban derribando muros y soltando corsés y ataduras que, aunque se habían suavizado no poco desde hacía ya unos años antes, todavía impedían que se pudiese hablar o escribir de según qué sin tener que recurrir a juegos malabares para opinar o decir lo que de verdad se pensaba. Mucho menos hacerlas. Ahora saltaban los candados y parecía que todo el campo iba a ser orégano. La verdad es que esos primeros años de preparativos y transformaciones y la inicial etapa de cambio de régimen fue esperanzador y supuso una apertura vivificante y de lo más gratificante.
Aunque, claro, esa especie de maldición que parece pesar sobre los españoles, o quizá precisamente por nosotros y nuestra manera de ser, no tardaría en hacerse presente y la política comenzó una espiral de chapuzas y corrupción que ha desembocado en el lodazal en el que andamos metidos y ya veremos si podemos escapar de el y cómo.
En el fascinante mundo de los toros se vivió un resurgir y una época en la que la modernidad y las nuevas generaciones de artistas e intelectuales reivindicaron lo que siempre había sido una de nuestras más genuinas y representativas tradiciones y que acababa de dejar atrás lo que efectivamente fue, los años sesenta, una década prodigiosa. Aunque, poco a poco, la materia prima iba cambiando y se acabaría trocando la casta, fiereza y bravura del toro por un mucho mayor volumen que haría que la emoción que generaba la lidia acabase siendo méramente estética.
Pero molaba ir a los toros, ser amigo o seguidor de toreros, hacerles canciones, dedicarles sonetos, libros y halagos. Ministros, directores generales -que ya empezaban a multiplicarse como setas en un otoño húmedo- subdirectores, jefes de gabinete y una amplísima nómina de importantes a cuenta del erario tenían a gala acudir a las plazas y alguno hasta ya disponía a su antojo de bienes y medios estatales para ir a La Maestranza a ver a Curro…
Cincuenta años más tarde las cosas han cambiado no poco. No sólo se ha instaurado ya el modelo de toro grande, de muchos pitones y kilos pero apenas casta y menos fuerza que lleva camino de hacer desaparecer la suerte de varas. El negocio taurino es una especie de monopolio que sólo busca el beneficio económico de unos pocos. El concepto de plaza de temporada es recuerdo del pasado y en vías de extinción está ya la figura del apoderado, mientras que los medios de comunicación apenas dedican migajas al espectáculo taurino y hay plazas que se cierran o se transforman en centros multiusos que excluyen la celebración de festejos taurinos.
La política partidista ha ido buscando el dividir al personal y entre la izquierda pata negra -y paniaguados, melindrosos y acomplejados que parecen tener miedo a significarse como defensores o meros aficionados- hablar de tauromaquia es nombrar a la bicha. Hasta el titular del Ministerio de Cultura insiste en alimentar el discurso antitaurino, ignorando su obligación legal de proteger la fiesta como parte del patrimonio cultural español que es. En fin ¿cualquier tiempo pasado fue mejor?







