Lo que acaba de suceder en Colombia no es una victoria jurídica del progreso, sino un proceso viciado contra la cultura. La Corte Constitucional ha puesto fin a las corridas de toros, al rejoneo, a las novilladas, a las tientas, a las corralejas. De un plumazo borra siglos de tradición, de identidad y de vida para miles de familias que encuentran en el astado su sustento y su dignidad.
Antonio Martínez Iniesta
Venden la medida como un avance moral, pero es un retroceso de carácter ideológico. Lo llaman protección animal, pero es censura cultural disfrazada de buenismo. Y lo peor es la burda demagogia con que defienden la medida: hablan de libertad y de derechos, cuando lo que hacen es negarla y negarlos a quienes eligen vivir de la tauromaquia y se emocionan con ella.
La indignación crece cuando se mira alrededor y se descubre la hipocresía de quienes se proclaman antitaurinos. El ejemplo más reciente es el de un partido que, mientras presume de antitaurino, destina casi 200.000 euros a festejos en Cercedilla. Es la prueba de que no les importa el toro ni la ética ni la coherencia, de que solo utilizan este discurso como arma política.
Por eso, la decisión de la Corte no hay que enmarcarla únicamente en el ámbito animalista. En realidad, es un nuevo capítulo de hispanofobia exportado desde la propia España por el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, y, antes que él, por otros de su misma cuerda ideológica, que es la de aquellos que reniegan de la inmensa contribución de España al continente americano.
La prohibición aprobada en Colombia se convierte por esta razón en un atentado contra la libertad cultural, cuyos autores intelectuales residen por cierto en el país que llevó la modernidad a América. Residen, en concreto, en partidos en los que la tauromaquia es víctima de la ideología. Con su actitud perjudican así a una sociedad que pierde un patrimonio que pertenece a todos.







