La nómina de toreros recientemente heridos es abrumadora. El toro, imprevisible, brutal y majestuoso, coloca al ser humano frente a la verdad absoluta: la vida o la muerte, el éxito o la tragedia. En un mundo en el que impera el postureo, la inmediatez y lo banal, la tauromaquia persiste como baluarte de lo auténtico, del esfuerzo y de lo profundo.

Murió el novillero peruano Álex Gabino a causa del percance que sufrió el 2 de septiembre, cuando recibió una cornada en el muslo, otra en el abdomen y una tercera en la axila. También falleció el forcado Manuel Maria Trindade tras haber sido herido durante la corrida de toros celebrada el 22 agosto en Lisboa. 24 días después de la cornada sufrida en agosto en Pontevedra, Morante reapareció en Melilla. El 3 de septiembre, el matador colombiano Juan de Castilla abandonó el hospital después de que un toro le infiriera dos graves cornadas en Bayona. En la misma plaza, también fue doblemente corneado Molina, que pidió el alta voluntaria para estar en la feria de Albacete nueve días después. El 29 de agosto, Román sufrió una aparatosa voltereta en Requena que le ocasionó varias fracturas y fisuras en las costillas.
El novillero mexicano Bruno Aloi, recibió dos cornadas en El Álamo, una de 30 y 20 cm. en el muslo derecho y otra en el izquierdo que arrancó la safena. El novillero Tomás González sufrió una cornada desde la pleura al esternón con afectación del pulmón, lo que le produjo un neumotórax.
El 12 de agosto, Daniel Artazos, becerrista aragonés de la Escuela de Tauromaquia de Valencia, fue volteado en Málaga, lo que acabó comportándole la sustitución de una vértebra. Antonio Ferrera, Mario Vilau, Gonzalo Capdevila, o los mexicanos Elena Martínez y Paco de La Peña, también forman parte de la amplia nómina de toreros recientemente heridos. Y es que el toro no entiende de nacionalidades, escalafones o sexos.
En un mundo en el que impera el postureo, la inmediatez y lo banal, la tauromaquia persiste como baluarte de lo auténtico, del esfuerzo y de lo profundo. Mientras en la sociedad contemporánea todo parece reducirse a la apariencia, a la imagen cuidadosamente filtrada en una red social o a la búsqueda de gratificaciones instantáneas, la arena del ruedo sigue siendo un territorio en el que no caben disfraces ni artificios. El toro, imprevisible, brutal y majestuoso, coloca al torero frente a la verdad absoluta: la vida o la muerte, el éxito o la tragedia.
La tauromaquia representa una anomalía en este tiempo en el que todo se vuelve efímero. Aquí la memoria se prolonga durante generaciones, los nombres se inscriben en la historia y los gestos se elevan a la categoría de mitos. Un torero que se juega la vida ante un animal de más de 500 kilos no busca “likes” ni seguidores; busca la gloria, esa noción arcaica y solemne que parece fuera de lugar en la modernidad, pero que sigue siendo motor de sacrificio.
Por eso, cuando muere un forcado, un matador es corneado o un joven novillero se recupera de una cornada que le atraviesa el pulmón, lo que se pone de manifiesto no es la anécdota, sino el recordatorio de que la autenticidad aún resiste. La tauromaquia es incómoda precisamente porque no admite edulcorantes, sino que pone sobre la mesa el dolor, el riesgo, la sangre y el coraje. Y en esa incomodidad radica su profundidad.
En una época que premia lo instantáneo, el toreo apuesta por la lentitud; en una sociedad obsesionada por la apariencia, el ruedo revela la verdad desnuda; en un sistema que margina el sacrificio, el torero construye su identidad a base de entrega y disciplina. Frente al ruido superficial, la tauromaquia encarna todavía un lenguaje de silencio y de verdad que, guste o no, sigue interpelando al ser humano en lo más hondo.






