El torero es quien tiene derecho a acertar o errar en la elección del apoderado que le representará, porque sólo él es quien se juega la vida y quien debe cargar con la responsabilidad de la designación. Además, siempre es preferible equivocarse uno mismo a que te equivoquen otros.

Cuando la temporada taurina entra en reposo, comienza el periodo de movimientos y decisiones que marcan el futuro de muchos profesionales. Es tiempo de cambios de apoderados y, en los últimos años, con el altavoz amplificador de las redes sociales, se ha popularizado la costumbre de opinar a la ligera sobre la idoneidad de los representantes elegidos por determinados toreros. Son valoraciones muchas veces nacidas de filias y fobias personales que no siempre tienen fundamentos sólidos.
La aparición de la figura del apoderado respondió a la necesidad de dar estabilidad, orden y estructura a la carrera de un coletudo. Cuando la Fiesta comenzó a adquirir forma moderna, los matadores, conscientes de la dificultad de negociar por sí mismos sus compromisos, empezaron a apoyarse en hombres de su confianza para gestionar contratos, planificar temporadas y defender sus intereses frente a los empresarios.
A lo largo del siglo XX, la figura del apoderado se profesionalizó para convertirse en un gestor integral, responsable de dirigir la trayectoria, cerrar carteles, analizar plazas y ganaderías, leer los tiempos del mercado y, en ocasiones, ser un verdadero soporte emocional del diestro. Cada decisión, una fecha, una plaza, una ganadería o una terna, puede ser decisiva. Y por eso la confianza es la piedra angular.
Un torero necesita mirar a su apoderado y ver un aliado, alguien que crea en él, que le comprenda, que sepa decirle la verdad cuando nadie más se atreve y que le respalde cuando las cosas se tuercen. Esa confianza no puede nacer de intereses ajenos ni de opiniones digitales. Debe surgir de la elección personal del maestro, que es quien se juega la vida y, en consecuencia, quien debe mandar en sus decisiones.
Elegir apoderado lleva implícito un riesgo. Puede salir bien o puede salir mal. Pero precisamente por eso tiene que ser una elección libre. Quien viste de luces tiene derecho a acertar o a equivocarse por sí mismo, y sería imperdonable que otros le equivocaran y que él tuviera que cargar después con las consecuencias de un error ajeno.
La presión externa resulta injusta y contraproducente. Ninguno de quienes opinan desde fuera afronta al día siguiente la responsabilidad de hacer el paseíllo y jugarse la vida en la arena. Ninguno carga con la cicatriz si algo sale mal. Ninguno siente en la piel el peso de cada decisión, sólo el espada.
Por eso, en tiempos donde las opiniones vuelan y los juicios precipitados abundan, conviene reclamar el respeto esencial a la autonomía del torero. Porque en la tauromaquia, como en todas las artes, la libertad del protagonista es sagrada. Y no hay libertad más íntima que la de decidir quién lleva las riendas del destino profesional. Al final, la temporada terminará, llegarán nuevos cambios y surgirán nuevas opiniones pasajeras. Pero la vida que se entrega cada tarde en la plaza es sólo una, y pertenece únicamente a quien se enfunda el chispeante.







