Las máximas figuras del toreo se arriman como si tuviesen que ganarse el siguiente contrato y necesitaran convencer a la afición y al empresario más escéptico. Si ellos, que ya lo tienen todo, se juegan tanto, ¿qué no deben hacer aquellos que están comenzando? Morante y Roca están dando una lección que los noveles deben hacer suya si quieren, algún día, ocupar su sitio.
Esta temporada, las dos máximas figuras del momento, Morante de la Puebla y Roca Rey, han resultado heridos de diferente consideración. Es la consecuencia inevitable de un compromiso sin reservas. Ambos toreros, pese a su condición de líderes indiscutibles del escalafón, han demostrado que la grandeza en la tauromaquia se mide en la distancia a la que se ponen del toro y en la decisión con la que asumen que una cornada puede ser el precio a pagar.
Morante, con todo ganado, con un lugar asegurado en la historia, podría escoger el camino de la comodidad, vivir de su nombre y cuidar su físico con el mismo celo con el que otros cuidan su leyenda. Sin embargo ha preferido continuar buscando la belleza a través del riesgo, porque sabe que la inspiración sólo llega cuando se pisa el mismo terreno que pisa la fiera. Roca Rey, por su parte, ha hecho de la entrega una seña de identidad. Lejos de administrarse, cada tarde sale a jugarse la vida como si estuviera debutando y necesitara convencer al empresario más escéptico. Ahí reside su magnetismo con el público y su poder para llenar plazas.
Si ellos, que ya lo tienen todo, se arriman y se juegan tanto, ¿qué no deben hacer aquellos que están comenzando? El camino es tan ilusionante como exigente. Los ruedos se conquistan con verdad, con disposición y con una entrega que convenza a la afición y a quienes programan los festejos.
Es natural que un joven que empieza tema la cornada o el fracaso. Pero el miedo jamás llevó a nadie a la gloria. Lo que distingue a los grandes toreros no es la ausencia de temor, sino la decisión de sobreponerse a él. Morante y Roca, heridos y a la vez aclamados, encarnan esa verdad que sentencia que el toreo sólo se entiende desde la pasión desbordada y la búsqueda constante de superación.
Por eso, a los novilleros de hoy les corresponde recoger la lección. La rivalidad entre figuras demuestra que la ambición es el motor del triunfo y que no hay mayor error que conformarse con lo conseguido. La pasión por el toreo, la que mueve a quienes ya son mitos en vida, debe ser la misma que impulse a quienes apenas sueñan con abrirse paso en un cartel modesto.
La historia del toreo enseña que las oportunidades llegan para aquellos que se muestran dispuestos a todo. La cornada, la dureza de la profesión y la incertidumbre del futuro forman parte del peaje inevitable de este camino. Pero sólo con actitud, ambición y entrega es posible que un novillero transforme su nombre anónimo en un mito por quien peregrinar.
Morante y Roca están dando una lección que los noveles deben hacer suya si quieren, algún día, ocupar su sitio. Porque en el toreo la grandeza nunca se hereda, sino que se conquista cada tarde.
No se puede esperar a mañana. La oportunidad puede estar en la próxima tarde, en la próxima embestida, en el próximo muletazo. Hay que arrimarse, arriesgar, entregarse. Porque si las figuras lo hacen teniendo todo ganado, quien sueña con alcanzar su estatus debe hacerlo todavía con más pasión y más coraje.