La capacidad de la mente es algo asombroso, pese a que el común de los mortales no le prestamos apenas atención. Su poder para hacer tantas y tantas cosas nos parece algo normal y corriente, pero si se piensa con un poco de detenimiento las conclusiones son tan espectaculares como su potencia.

Paco Delgado
Cada vez que entro a la plaza de toros de Albacete, e incluso antes, cuando ando por sus inmediaciones o llego frente a ella, me pasa lo mismo: recuerdo con total nitidez la primera vez que vi una corrida en vivo y en directo, si bien antes ya había visto muchas en la tele, puede que no completas, porque enseguida me iba al patio de casa -que no era particular, pues en él llevé a cabo faenas extraordinarias y maté más de mil toros de toda condición- a dar mantazos con una especie de muleta que me había hecho Marina (la chica que más que cuidar de mi y mis hermanos jugaba con nosotros y sigue siendo a día de hoy una más de la familia), a intentar imitar a quien entonces era mi gran ídolo, Manuel Benítez “El Cordobés”, sin hacer caso a mi padre (como en tantas otras cosas que ahora lamento no haber atendido), que me decía que se toreaba despacio y sin gesticulaciones, aspavientos ni, mucho menos, hacer el payaso, aunque también, mas adelante, confesaba que Benítez “no era ningún chalado” y que tenía una izquierda prodigiosa…
Y, cómo no, a El Cordobés vi aquella tarde, tan lejana en el tiempo pero tan cercana en mi memoria, en la feria de 1965, en la que de la mano de mis padres tuve mi bautismo de plaza. Y lo que más me impresionó, que también, no fue ver de cerca a mi campeón: el primer gran impacto para mí al entrar a lo que consideraba un monumento excepcional, fue el color de la arena, de un no sé si amarillo o gualda, pero tan brillante que me deslumbró. Hasta entonces asociaba el ruedo a un gris más o menos claro, como el que se veía en la tele y no esperaba aquel resplandor.
La mente crea asociaciones más fuertes con el color que cuando ve en blanco y negro, por lo que también llamó mucho mi atención el vivo teñido de las medias de los toreros, de un rosa intenso que tampoco encajaba con lo visto en televisión o en las fotos de colorines que mostraban en La Actualidad Española, que era la publicación que entonces se leía en mi casa al margen del ABC, el Ya y los semanarios taurinos que compraban mi padre y mi abuelo y que poca cuatricromía llevaban.
Junto a El Cordobés, que toreó con un terno azul yo diría que pastel y oro, actuaron Fermín Murillo, ataviado con un muy serio negro y oro, y Manuel Amador, de rosa y oro. Y esos tres tonos fueron, junto al grana de un torero de goma que conservé durante mucho tiempo, la gama básica de mi imaginario armario taurino, pese a que el negro no era habitual de aquellas figuras que entonces estaban en todas las vitrinas y escaparates de las tiendas de regalos ante las que siempre estaba pegado un buen rato sin que casi nunca me cayese alguna, que lucían trajes sobre todo azul celeste, purísima y rosa frente a un torito como de terciopelo que parecía dejarse torear con total impunidad.
El vínculo entre el color y la memoria es una puerta abierta a un mundo de inmensas posibilidades. El cerebro humano procesa la información visual de manera muy eficiente, y el color, como un elemento fundamental de la visión, juega un papel crucial en dicha tarea. De tal forma que, más de sesenta años después, collons, cada vez que veo a un torero con un traje rosa a mi cabeza viene enseguida Amador padre; si es pastel es El Cordobés el que aparece o Murillo si el diestro ciñe un chispeante negro.
No me acuerdo exactamente del balance de aquella función, pero para mí fue un antes y un después y, sobre todo, la puerta que me abrió un mundo nuevo de sensaciones tan extraordinarias que tanto tiempo después todavía me hacen estremecer cada vez que me dispongo a presenciar una corrida. Y más todavía si es en la plaza de Albacete.