Un músico callejero. Un virtuoso. Un artista. No llena estadios multitudinarios. No dispara el precio de la reventa. Puede ser que no haya tenido suerte. Quizá no la haya buscado. Pero, si se es capaz de escucharle, su música eriza la piel porque toca el alma con cada acorde. Viéndole recordé a muchos toreros buenos que no llegaron a donde se presuponía. Que injusto es el arte, y la vida.
Está sentado en un pequeño taburete plegable que seguro lleva consigo a todas partes, a cada lugar donde hace sonar su guitarra, a cada rincón donde derrama su esencia prodigiosa sin que muchos lo aprecien. Entre sus labios sujeta de forma sutil un cigarro al que no le pega ni una calada. En el suelo hay un mechero con el que lo ha enciendo justo antes de dar inicio de forma magistral una complicadísima composición que me ha abducido. También un teléfono móvil, un altavoz y la funda de la guitarra con la cremallera abierta hambrienta de donativos. De momento sólo hay unas pocas monedas.
Hay ajetreo a su alrededor. La gente va y viene sin darle importancia a su música, a su magia, mientras él cierra los ojos, mueve los dedos sobre las cuerdas con maestría milimétrica y deja que su alma se vaya detrás de cada nota. Está en una calle peatonal, quizá de Sevilla o de Cádiz, delante de una tienda de ropa con un tráfico de clientas incesante en busca de algo bonito para ponerse. Yo no percibo nada más bonito que la melodía que regala a los transeúntes y que alguien inmortaliza con su cámara para subirlo a las redes sociales y que otros gocemos el momento.
Se escucha a un tipo con acento andaluz afirmando que “no falla ni una nota”, y muestra su admiración a medida que transcurre la pieza, que incrementa su dificultad por momentos, cada vez más abigarrada, cada vez más intensa. Y, mientras el espontáneo crítico insiste en el mérito que entraña la interpretación sin salir de su asombro, demasiados paseantes circulan errantes sin pararse ni un segundo a paladear la excelencia, a sentir su conmoción.
Han transcurrido casi dos minutos hasta que una chica hace la primera propina, una limosna teniendo en cuenta lo que merece tanto virtuosismo. Poco después una señora se detiene y rebusca en su bolso, pero no encuentra ni un céntimo para darle, y su marido, que parece tener prisa, se saca la cartera del bolsillo para entregársela a su mujer y que coja rápido lo que quiera y así seguir de inmediato su camino, seguramente porque el partido de futbol está a punto de comenzar.
El comentarista circunstancial prosigue con sus alabanzas. Incluso se atreve a calificar técnicamente algún pasaje de la ejecución. Muchos viandantes no levantan la cabeza de la pantalla de su teléfono. Otros charlan con sus parejas o amigos. Hay quienes caminan con la mirada al frente sin que la curiosidad consiga que tuerzan la cabeza. Y me viene a la cabeza una anécdota que protagonizó Rostropóvich, considerado uno de los mejores violonchelistas de la historia. En cierta ocasión se puso a tocar en la puerta del Metro y, después de un par de horas, apenas había conseguido un puñado de dólares. Él tenía un caché millonario y las entradas para verle costaban una fortuna. Pero en la calle nadie valoró su obsequio fugaz.
Ser artista es cosa de elegidos, no de cualquiera. Es cuestión etérea y seguro que no se aprende ni se adquiere. Vivir del arte es todavía más complicado. Ahí entran en juego múltiples factores incontrolables, incluso la suerte. Viendo al músico callejero pensé en lo injusto que a veces es el arte, y también la vida. Viendo al músico callejero me acordé de tantos toreros buenos que no alcanzaron el sitio que parecían merecer. Viendo al músico callejero recordé magistrales capotazos y muletazos que no tuvieron repercusión. Viendo al músico callejero me propuse que, en adelante, me abandonaré al éxtasis de una bella verónica, un eterno natural o un sentido trincherazo y me olvidaré de frías estadísticas. Porque el arte es un pellizco, es arrebato, es emoción.
Por cierto, el músico callejero se llama Daniel de Lourdes. Un artista, como Rostropóvich, como Curro, Paula o Morante, como José Calvo o Palazón, pongamos por caso.