Muchos han sido los caballos que han adquirido notoriedad y fama a lo largo y ancho de la historia del rejoneo.
Baste citar, para hacernos una idea, a Águila Blanca, de Antonio Cañero, a la Espléndida, de Álvaro Domecq Diez, Opus 72, de Álvaro Domecq Romero, Neptuno, de Fermín Bohórquez padre, Aranjuez, de Vidrié, Sudeste, de José Samuel Lupi, Cabriola, de Ángel Peralta, Apolo, de su hermano Rafael, Girasol, de Javier Buendía, o los más modernos Banderín, de Fermín Bohórquez hijo, Balancín, de Leonardo Hernández padre, el gran Cagancho de Hermoso de Mendoza, Quiebro, de Ginés Cartagena padre, Brujo, de Andy Cartagena, o Morante de Diego Ventura, por no hacer esta lista interminable y nombrar, a vuela pluma, sólo un puñado de la larga lista de equinos que han engrandecido el toreo a la jineta, germen, no se olvide, de la tauromaquia, pues fueron los nobles, aristócratas y militares quienes, a lomo de cuadrúpedo, alanceaban reses por gusto o entrenamiento para la batalla, pasando con el tiempo -en lo que fue una de las grandes conquistas sociales de nuestro entorno- a ser el pueblo protagonista y receptor de las fiestas de toros.
Pero no es de esto, con ser sumamente atractivo y aleccionador, de lo que quiero escribirles ahora, sino de esa recua de grandes caballos toreros, ya que en aquella nómina orientativa e ilustrativa hay que incluir, ya, otro nombre destacado y especial: Nazarí, perteneciente a la cuadra de Diego Ventura. Un caballo lusitano de doce años, castaño, marcado con el hierro de Arsenio Cordero y que su dueño utiliza para banderillas y del que las antologías y enciclopedias darán el sitio de honor que se merece. Y que es mucho.
Ya se le conocía por su habilidad y potencia para galopar a dos pistas, al hilo de las tablas, y llevando cosido a su oponente a la grupa. Sus andares levantan al público de sus asientos y tiene valor de sobra ante la cara del toro, lo que facilita no poco la labor de su jinete. Y su precisión en la batida o el quiebro. El temple a caballo. Al que le sirven todos los toros.
Son ya muchas las tardes y corridas en las que ha dejado patente su clase y condiciones, pero puede que fuese el pasado domingo cuando, al menos para mí, demostró su inmensa grandeza, enfrentándose a toros de San Pelayo que no dieron facilidades sino todo lo contrario. Toros que renegaban, que se defendían, que atacaban a la contra. Reses que esperaban, cortaban, apretaban y echaban la cara arriba. Nada fáciles.
Y en esto que entra en el ruedo Nazarí, yendo al pitón contrario y dando la ventaja a su oponente, dejando que su dueño banderillease con tanta eficacia como brillo y redondease su turno con las cortas antes de acabar con un certero rejonazo que le valía su oreja número 41 en la Monumental madrileña, en cuyo ruedo había toreado el rejoneador sevillano 24 tardes desde que, el 3 de junio de 2000, confirmase su alternativa, y de entonces hasta el pasado día 20 de mayo, había conseguido un total de 40 orejas.
No quiso dejar pasar la ocasión de conquistar otra puerta grande y recibió a portagayola al quinto, torazo de casi setecientos kilos, al que hizo galopar con la garrocha y anular su querencia a tablas. De nuevo con nuestro protagonista le llevó a dos pistas, fijándole ya definitivamente en el caballo. A partir de ahí ya sólo él fue quien tuvo el mando de la situación, amarrando un triunfo que le suponía su cuadragésimosegunda oreja y salir a hombros por la Puerta Grande de Las Ventas por decimoquinta vez, superando así a Santiago Martín “El Viti”, que lo hizo en catorce ocasiones.
Y no poco de que esto sea así se debe, desde luego, a Nazarí, un corcel de extraordinario físico y no poca habilidad. Que se compromete con el toro y que no reniega de estar en ese sitio donde se produce el embroque y donde se resuelve la suerte, cuarteando, batiendo o quebrando. Para mí, la estrella de la cuadra estrella de una estrella del rejoneo.