Que los tiempos cambian es algo sabido y admitido. Y que con ellos también lo hacen los gustos y las modas, también.
Y no iba a ser el ámbito taurino la excepción a esta regla que sólo rompe la parca, inasequible al desaliento y perseverante en su labor a través de los siglos y por ellos amén.
Se dice que ahora se torea mejor que nunca, y es verdad, y también que ahora el toro que se lidia es más bravo y embiste más que el de hace cincuenta o cien años. Y también es verdad, aunque aquí haya que matizar y hacer distingos. Pero no todo es tan positivo y de color de rosa.
Dejando al margen la labor empresarial -cuya evolución tiene mucho que analizar- y poniendo nuestro foco en lo que pasa entre toro y torero hay que dejar constancia de una realidad palpable: no sólo han cambiado ellos: también lo ha hecho, y de manera notable, el público, el tercer elemento imprescindible para que funcione el espectáculo. Aunque en este apartado el paso de los años no haya servido para pulir a la gente que va a la plaza. Al contrario, ahora la masa sabe menos de toros. Y la prueba está en que se tolera todo y se traga con cualquier cosa. Y, por el contrario, no admiten algo que antes era frecuente y tenido como vara de medir: la lidia. Hoy en día nadie quiere ver cómo se lidia y sólo se pide y espera que el torero ejecute muchos pases bonitos, elegantes y de fino trazo pero que, la mayoría de las veces, no encierran sino humo.
Siempre en el toreo las cosas han tenido un sentido y todo se hacía por algo. Todo marcado, naturalmente, por la condición y disposición del toro, auténtica vara de medir de lo que sucedía en el ruedo. Con la dulcificación del toro, y con la homogeneización de sus características y comportamiento, se ha perdido en gran parte el sentido de la lidia, que tendía principalmente a la reducción de la fiereza del animal y que obligaba al diestro a poner en liza su técnica, cabeza y valor.
Ahora el toro, más grande, sí, pero con menos agresividad, permite un toreo mucho más artístico, más bonito también, aunque sin la emoción de antaño. Ahora se quiere que se toree igual a un astado que se queda corto, que protesta, que mide o que va al bulto que al que embiste con nobleza y sin crear problemas a su matador. No se admite ya el toro que no sea colaborador, manejable que se dice, el que no embista sin preguntarse a dónde va, ni provocar excesivos apuros a su matador. Y no se admiten, por ejemplo, las faenas que buscan el poder al animal brusco o deslucido a base de entereza y decisión y una serie de fundamentos técnicos que de siempre se han utilizado para domeñar a ese tipo de oponentes de complicado trato. Lo que se conocía como faenas de aliño, aquellas que se limitan a dar unos muletazos al toro buscando no el lucimiento artístico, que con esa clase de materia es si no imposible casi, sino el prepararlo para la última suerte. La inutilidad del animal, el que éste haya sufrido algún tipo de accidente en los tercios anteriores o el que, simplemente, su condición no sea la idónea para la gollería, legitiman este tipo de labor que antes se reconocía en lo que valía. Otra cosa es que se busque abreviar ante la imposibilidad del torero por ver claro cómo sacar las castañas del fuego.
Una expresión esa de “faena de aliño” que, como tantas otras -casi cuatrocientas recogió en su día Antonio Bretones en su estudio El lenguaje taurino metafórico de uso coloquial-, ha pasado desde el argot taurino a engrosar nuestro lenguaje y a enriquecer nuestro idioma.