De nuevo la actuación de un presidente ha suscitado críticas, enfados y mosqueos. No es nuevo pero sí preocupante.
Uno de los sucesos más comentados de la última feria de julio de Valencia -brillante y al final con muchas más cosas positivas que negativas- fue, sin duda, la actitud del presidente encargado de la corrida celebrada el día 22, negando, de manera absurda -lo hecho por Paco Ureña, herido por su otro toro, saliendo a matar al segundo sin permiso de los médicos, con tres costillas rotas, magullado, medio conmocionado… y firmar una faena portentosa, se mire por donde se mire, rematada con una estocada inapelable era para ser tenido en consideración- y arbitraria -sí, de acuerdo que la segunda oreja es potestad presidencial, pero la petición era abrumadoramente mayoritaria y no había motivo alguno para negar ese segundo trofeo: si siempre se ha dicho que una buena estocada vale por sí sola la oreja, la faena, emotiva, templadísima, honda, etcétera, etcétera, también era merecedora de premio…-, la puerta grande para un torero que no sólo se justificó, sino que, a la postre, fue tenido como triunfador de la feria… y autor de la mejor faena del serial, precisamente por la labor que se menospreció desde el palco.
Y es que, otra vez, el palco presidencial de la plaza de Valencia, a cuenta de la actuación de uno de sus titulares, vuelve a ser motivo de discordia y discusiones, si bien en esta ocasión las posiciones se sitúan como ocurre en el cuento de Astérix con su bardo: él cree que es genial y el resto de sus vecinos opinan que es insufrible.
Y no es nada bueno para la plaza -ni para esta ni para ninguna- que haya tan gran disparidad de criterios cuando se turnan varios usías en la misma poltrona.
No es nueva la situación. Ya hace cuarenta años, Jacinto López-Acosta era tenido como un presidente a evitar por su estricto sentido de la aplicación del reglamento y no cabía interpretación alguna. También fue exigente Francisco Corrales, quien, en 1982 -y lo cuenta Vicente Sobrino en su imprescindible Memoria de luces- tuvo sus más y sus menos con Antonio Ignacio Vargas a cuenta de una oreja y la cosa acabó en denuncia, aunque luego se hicieron amigos.
Un abismo mediaba entre lo que hacía Óscar Bustos y la actitud de Constantino González, que ya antes en Albacete había dejado constancia de su rectitud y formalidad, tratando de dar seriedad a todo lo que se hiciese en festejos bajo su responsabilidad, pesase a quien pesase. Aunque, claro, la mano que mece la plaza dijo hasta ahí podíamos llegar, y movió los hilos precisos y necesarios para que fuese cesado. Faltaría más.
Por entonces fue designada Amparo Renau, que no llegó a coger el pulso al taurinismo y acabó dimitiendo muy dignamente tras una fenomenal bronca a cuenta de una petición de indulto denegada.
No es fácil contentar a todos -y bien lo sabe otro de los buenos presidentes que tuvo en los últimos años el coso de Monleón, Juan Moreno, que entre otros disgustos tuvo que lidiar con unos toros de Samuel Flores que no se aclimataron para nada al clima valenciano y que cuando fueron al reconocimiento previo eran pellejo y huesos, siendo rechazados y Moreno atacado en varios frentes- pero es al público a quien hay que defender. Porque es en todo lo que rodea a la función y en sus preliminares donde se juega buena parte del éxito de un espectáculo, no siendo de recibo, por ejemplo, el comportamiento de determinado presidente que consolaba a un ganadero de postín -que había traído una corrida impresentable- asegurándole que “esa corrida la vamos a defender”. ¿Vamos? ¿Defender? Venga, hombre…
Halcones y palomas. Mala pareja. Unidad de criterio y personalidad, eso sería lo ideal. Pero me da que el palco de esta plaza es particular, y cuando llueve sólo algunos se mojan.